Es más, cada día, cuando entramos por el portal de esa nueva casa de la que, supuestamente, no tiene la dirección, subimos las escaleras pensando qué pasaría si estuviera esperándonos arriba. Tal es el pavor que sabemos cuántos segundos tardamos en llegar abajo y hemos hecho simulacros para bajar de dos en dos los escalones por si un día ocurre eso y tenemos que salvarnos. Pero eso no lo ve nadie, porque no queda registro en nuestra epidermis y no podemos abrirnos el pecho para que vean cómo nos late el corazón cuando vemos a algún señor que se parece a él, que viste con sus colores… O cuando nos llega una ráfaga de su olor corporal, a alcohol revenido. Tampoco podemos abrirnos el cerebro para que vean las pesadillas.
Esas mujeres nos despertamos últimamente a medianoche y terminamos vomitando por la angustia. En los últimos días es frecuente que, de repente, nos pongamos a llorar mientras estamos comprando en el supermercado o mientras caminamos por la calle. Ayer mismo el psiquiatra nos dijo que tomando cinco pastillas distintas cada día en la mañana, tarde y noche nos sentiremos mejor. Y, mientras decido si las tomo o no las tomo y mientras cuento los días que faltan para que la Justicia decida si hubo o no maltrato (porque no se decide si él es o no culpable), todavía hay veces que pienso: «¿Cómo fui tan tonta como para aguantar eso? ¿Soy una de ellas? Quizás no, si total, no me pegó…».
Espero poder enviarle algún día esta carta con mi nombre y apellidos verdaderos, pero ahora mismo no me atrevo. Y no solo por miedo, también es por vergüenza, porque también sentimos mucha vergüenza. Y, sobre todo, porque todavía no he sido capaz de decirles a mis padres que su hija, a la que tanto admiran y a la que tanto quieren, es una mujer maltratada