En Occidente ocurre actualmente algo bastante intrigante: parece asumirse como algo evidente que los seres humanos somos heterosexuales u homosexuales, categorías que, de acuerdo con la concepción predominante, serían excluyentes entre sí excepto en el caso de unos bichos raros, los bisexuales, que nadie sabe bien quiénes son ni dónde están. Existe un extraño imperativo: hay que identificarse con una de las dos etiquetas. Hay que ser una cosa o la otra, decisión que mayoritariamente se toma en la época de la adolescencia. Hay que ser monosexual.
Esto es comprensible si tenemos en cuenta el fuerte monosexismo que impera en nuestra cultura, es decir, las presiones que sufren los individuos para que se identifiquen con la etiqueta positiva de heterosexual, que excluiría radicalmente cualquier deseo hacia personas del mismo sexo, o (en su defecto) con la etiqueta opuesta, cargada de connotaciones negativas: la de homosexual, también excluyente. Las presiones monosexistas provienen de todas las instancias sociales: educación y crianza, moral religiosa, discursos psicológicos y científicos, modelos presentes en los medios de comunicación, relaciones interpersonales, etc., y se manifiesta en multitud de detalles de la vida cotidiana. Imaginemos el caso de un hombre o una mujer que tiene una vida normal, es decir, ajustada aparentemente a la norma (se ha casado, tiene hijos, etc.).
Todo el mundo pensaría que es heterosexual, y a muy poca gente se le ocurriría considerar la posibilidad de que fuese bisexual; además, si ese fuera el caso, muy probablemente ocultaría celosamente su propia ambivalencia sexual para evitarse problemas con su entorno, ya que los bi suelen tener muy mala fama, peor aún que los homo: son psíquicamente desequilibrados, promiscuos, infieles que propagan el sida entre los inocentes heteros, incapaces de establecer una relación estable, y así sucesivamente. Si esa persona se separase e iniciara otra relación hetero nadie se extrañaría; pero si lo hiciera con una persona del mismo sexo las reacciones serían por lo general diferentes y de mucha mayor intensidad: “¡Increíble! ¡Diez años casado con él para descubrir al final que era gay!” o “¡La odio! Todo este tiempo ha estado ocultándome que era bollera”- podría gritar su anterior cónyuge. “¡Que lamentable! ¡Se volvió maricón a los cuarenta años! O “Nunca sospeché que fuera lesbiana”- podrían decir sus amigos. “Si es homosexual, esta mujer no puede obtener la custodia de sus hijos; se la concederé a él”- podría reflexionar el juez. Es bastante obvio que la persona cuyo proceso de salida del armario hemos descrito en este ejemplo es claramente bisexual, ya que en su biografía ha establecido relaciones con personas de ambos sexos; sin embargo, el monosexismo imperante origina una especie de ceguera que impide la captación objetiva de los hechos.
Significativamente, dentro de los ambientes gay existen presiones muy parecidas para incitar a los bisexuales o hetero que se cambian de bando a que se identifiquen con la etiqueta de homosexual de modo exclusivo. Si un hombre casado acude al ambiente gay para vivir una aventura extramatrimonial, el juicio más habitual sería: “Es un maricón reprimido que se casó por guardar las apariencias”- o algo parecido, cosa que puede ser cierto en algunos casos, pero desde no en todos. Del mismo modo, si alguien vacila en su identidad y afirma en un ambiente homosexual que le atraen las personas de ambos sexos es muy probable que reciba una respuesta del tipo: “Ya, ya, lo que pasa es que no quieres reconocer que eres gay (o lesbi).” Hemos resaltado en los ejemplos anteriores el uso que se hace de verbos como ser y volverse porque es muy significativo cómo el uso del lenguaje refleja, y a su vez refuerza, la idea de que los calificativos homosexual y heterosexual son identidades permanentes o hacia las que uno transita sin posibilidad de dar marcha atrás. Podemos decir: “es nervioso, gordo, tonto…” (características permanentes) o “está nervioso, gordo, tonto…” (situaciones circunstanciales). Sin embargo, raro sería oír que alguien “está heterosexual” o que “está homosexual”, excepto cuando hablamos en broma: Un hombre que de joven había sido muy aventurero, está mostrando a sus amigos las fotos de todas sus conquistas. – Mirad, esta rubia es Monique, la conocí en París; esta morenita se llamaba Barbra, inglesa; y aquí está Brigitte, una italiana verdaderamente ardiente; y aquí tenemos a Roberto… -¡¿Roberto?!- exclaman sus amigos. – Sí, eso fue en Guatemala. – Vaya, ahora va a resultar que ERES maricón. – No, chicos, eso fue un día que ESTABA yo un poco maricón. Como estamos comprobando, el monosexismo ejerce su influencia a través de todo un entramado de elementos que inclinan sutilmente a los individuos a adoptar una identidad hetero u homo permanente. ¿Cómo lo logra? Asociando un conjunto de sentimientos negativos como el miedo, la vergüenza o la angustia a la posibilidad de mantener una relación sexual contraria a la que corresponde con la identidad adoptada; esto es, creando un tipo de fobia, determinada socialmente y que, como todas las fobias, genera aversión y conductas de evitación en los individuos que la padecen.
Hablamos de la bifobia, articulada a su vez en otras dos fobias más específicas: la homofobia (el terror que sienten los hetero a perder su identidad si cometen el acto prohibido) y la heterofobia (la evitación de toda relación hetero una vez que se ha adoptado la identidad homo, marcada como negativa por la sociedad). Los datos aportados por disciplinas muy diversas confirman que la división binaria y excluyente de las personas en dos grupos de población (homo y hetero) es puramente social e histórica, es decir, que no refleja adecuadamente la naturaleza sexual del ser humano. No fue siempre así en Occidente, ni lo es hoy en otras que conservan formas distintas de estructurar la sexualidad. Quienes han profundizado en el funcionamiento de la psique saben que el afecto sexual – la atracción o deseo sexual -, puede ir dirigido en principio hacia personas de cualquier sexo, dado que la naturaleza del ser humano es bisexual: “todas las personas, aun las más normales, son capaces de elección homosexual de objeto, la han consumado alguna vez en su vida y la conservan todavía en el inconsciente”- decía Sigmund Freud. Los estudios científicos de la conducta sexual humana confirman lo artificial que es esta diferenciación; por ejemplo el de Alfred Kinsey, en los años cuarenta del pasado siglo, acerca de la conducta sexual del varón blanco norteamericano: “Los hombres no se dividen en dos grupos de población distintos (los heterosexuales y los homosexuales), como distinguimos las ovejas de las cabras. Las cosas no son blancas o negras. Al emplear taxonomías es importante comprender que la naturaleza raramente se deja clasificar con categorías”. Recordemos la famosa escala Kinsey. Desde la biología, quienes han observado la conducta sexual de los mamíferos han encontrado multitud de ejemplos de actividad sexual entre miembros del mismo sexo. Por ejemplo, los bonobobo, una especie de chimpancés muy inteligentes y bastante cercanos a los humanos desde el punto de vista evolutivo, suelen divertirse practicando entre sí juegos eróticos, sexo en grupo, felaciones, besos en la boca, mutua frotación de los genitales… independientemente del sexo biológico de los participantes y, desde luego, sin la existencia de tipos específicos de chimpancés macho o hembra “homosexuales”. Los datos aportados por la antropología también hacen zozobrar esta clasificación binaria. Sabemos, por ejemplo, que en los países árabes y latinos el ideal de masculinidad no excluía tradicionalmente la posibilidad de mantener contactos sexuales con otros hombres, aunque siempre dentro de un estricto marco de dominación, heredado en muchos aspectos de la cultura grecorromana: en estos países, especialmente en las clases bajas, aún el hombre puede ganar placer de otro hombre sin detrimento de su masculinidad, siempre que relegue al otro al papel de pasivo oral o analmente. En México, por ejemplo siguen existiendo términos populares, como mayate o picador, que se emplean para designar al hombre bisexual activo que mantiene contacto con putos o jotos afeminados y pasivos además de con mujeres; según la distinción entre homosexuales y heterosexuales proveniente del mundo anglo europeo, sin embargo, cualquier contacto sexual con otra persona del mismo sexo sería razón suficiente para clasificar a esa persona como “homosexual” y excluirle de toda relación “heterosexual”.
La historia nos enseña que la categoría “homosexual” es de cuño relativamente reciente en occidente (siglo XIX). Hasta entonces, la actividad sexual entre personas del mismo sexo biológico se había concebido más como un pecado que cualquiera podía llegar a cometer (igual que otros que atentaban contra la sexualidad reproductiva como la zoofilia) más que como una identidad permanente, tal como suele concebirse hoy en día en occidente. De hecho, hasta finales del siglo XVI el término “sodomía” englobaba tanto las relaciones homosexuales como la zoofilia y la penetración anal en las relaciones entre hombre y mujer. Sospechosamente, el término “homosexual” apareció en el contexto del darwinismo social, en una época en que se concebía que esta conducta sexual podía transmitirse genéticamente y, por tanto, erradicarse mediante la eutanasia, es decir, impidiendo que los “homosexuales se reprodujeran. ¿No irán en el mismo camino todas estas investigaciones que, obviando la evidente naturaleza bisexual del ser humano, asumen a priori la existencia de la división binaria hetero/homo y se empeñan en encontrar el conjunto de genes que pueda determinar la homosexualidad (Dean H. Hamer) o si existe alguna área del cerebro, como el hipotálamo, característica de ellos (Le Vay)? No. No hemos terminado aún con la fantasía occidental de que es posible erradicar la “homosexualidad”