Fuente:Adoración Guamán
Doctora en Derecho y Profesora de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social.
Héctor Illueca
Doctor en Derecho e Inspector de Trabajo y Seguridad Social.
El pasado viernes 22 de febrero el Gobierno del Partido Popular tuvo a bien confesar los verdaderos propósitos de las medidas laborales y de otra índole que viene impulsando en la presente legislatura. La Exposición de Motivos del Real Decreto-ley 4/2013, de medidas de apoyo al emprendedor y de estímulo del crecimiento y de la creación de empleo, no deja lugar a dudas: tras las habituales y cansinas referencias a la “estabilidad macroeconómica” y a la consecución de “unas entidades financieras sólidas”, reconoce con sorprendente naturalidad que la estrategia del Ejecutivo persigue la instauración de “un alto grado de flexibilidad” que permita “ajustar los precios y salarios relativos”. Mucho se ha escrito acerca de las reformas habidas hasta el momento y de sus objetivos, que no por inconfesos dejaban de ser una verdad a gritos. Los datos nos han dado la razón a los que afirmamos que la reforma laboral de 2012 sólo iba a conseguir provocar más desempleo, más precariedad, más desigualdad y más exclusión social.
Sin embargo, el Gobierno del Partido Popular persiste en su empeño de acabar con los derechos laborales y sociales en nuestro país, dando vida a un texto legislativo que, en nuestra opinión, adolece de tres graves defectos o insuficiencias: falsear los verdaderos objetivos del legislador (afirma estar dirigido a estimular “la creación de empleo”); incumplir el mandato constitucional según el cual los poderes públicos deben perseguir la consecución de la igualdad material entre los ciudadanos (lo que no parece compatible con una legislación laboral claramente decantada hacia la parte empresarial); y repetir conscientemente errores del pasado, condenando a los trabajadores a un futuro de precariedad y sobreexplotación.
En efecto, repitiendo errores del pasado reciente y lejano, el citado Real Decreto-ley 4/2013 persiste en sendas ya transitadas y que se han demostrado como vías muertas para crear empleo. Un año después del tremendo Real Decreto-ley 3/2012, el Gobierno del Partido Popular impone, de nuevo por una vía jurídica de dudosa constitucionalidad y alejada del debate parlamentario y por supuesto social, otra vuelta de tuerca a los derechos laborales. Utilizando una orwelliana neolengua que destruye las palabras para ocultar realidades (“emprendedor”, “cultura del emprendimiento”…), el legislador intenta, sin conseguirlo, difuminar el verdadero núcleo duro de esta sigilosa reforma laboral: la absoluta precarización de la situación contractual de los jóvenes menores de treinta años. Pensábamos que en materia de regulación de las relaciones de trabajo era difícil empeorar la situación creada por la reforma laboral de 2012, pero nos equivocamos. El Gobierno ha ido todavía más lejos.
Refiriéndonos sólo a las medidas dirigidas a los jóvenes de entre el amplio número de las contempladas en la norma, la primera sensación que provoca su análisis es una especie de déjà-vu, vinculado con una profunda sensación de inquietud. Sus medidas evocan aquella vieja política de empleo efectuada entre 1984 y 1997, basada en la flexibilidad laboral externa y en el fomento de la contratación temporal sin causa. Esta política consiguió modificar profundamente la estructura de nuestro mercado de trabajo, cuyo rasgo fundamental desde entonces, además de la especial sensibilidad del empleo a los diversos momentos de crisis económica, ha sido la persistencia de una elevada tasa de temporalidad, especialmente entre la juventud.
Las consecuencias de ello son suficientemente conocidas, pero no está de más recordarlas sucintamente. La contratación temporal genera precariedad laboral e inseguridad vital, así como volatilidad general en el trabajo, impidiendo la formación profesional en el puesto de trabajo y provocando pérdidas de ineficiencia en las relaciones de trabajo, situaciones de riesgo vital, relacionado con la menor preparación frente a los riesgos laborales, y una permanente discriminación entre trabajadores que desempeñan las mismas funciones. Pues bien, ignorando estas consecuencias, y aprovechando que el desempleo masivo permite forzar a los trabajadores a la aceptación de cualquier empleo, la política del gobierno vuelve a colocarse bajo el signo de que “cualquier empleo es mejor que un no empleo”, regresando al antiguo fomento de la contratación por la vía de eliminar la estabilidad de los colectivos con mayores dificultades de inserción laboral: los jóvenes.
Centrándonos en las medidas que mayormente impactarán en la precariedad del empleo juvenil, la norma crea una nueva modalidad contractual, el denominado “primer empleo joven”. Es éste un contrato temporal causal, fundamentado únicamente en la ausencia de experiencia laboral para menores de treinta años. Partiendo de esta base, los jóvenes podrán ser contratados sin importar si la actividad que van a realizar tiene carácter temporal o indefinido en la empresa, por un periodo de entre tres y seis meses, a tiempo completo o incluso a tiempo parcial. De este modo, el legislador de 2013 evoca al de 1984, asumiendo el denominado modelo de “flexibilidad en el margen”: los nuevos contratados pueden ser empleados sin restricciones por tiempo determinado, quedando así al margen de la normativa protectora de la estabilidad en el empleo, esto es, del ya mermado derecho a la protección contra el despido sin causa. Todos los esfuerzos realizados a partir de 1997 para reducir la temporalidad han sido en balde.
En segundo lugar, la nueva reforma laboral modifica los requisitos exigidos para la contratación en prácticas, eliminando la barrera temporal que ligaba el empleo a la formación al imponer un límite de cinco años entre la finalización de los estudios y la contratación bajo esta modalidad para poner en práctica lo estudiado. Este vínculo de continuidad entre la formación teórica y el desempeño de las prácticas fundamentaba el propio contrato que ahora queda, en buena medida, desnaturalizado. A partir de la entrada en vigor de la norma, los contratos en prácticas pueden ser utilizados a discreción con toda persona menor de treinta años, sin importar que los estudios a poner en práctica se hubieran finalizado diez años antes. Esta contratación de mano de obra cualificada y excepcionalmente barata (recordemos que el salario puede oscilar entre el 60 y el 75 por ciento del fijado en convenio durante los primeros años del contrato) está además bonificada en las cuotas empresariales a la Seguridad Social. Como corolario, se permite la entrada de las Empresas de Trabajo Temporal en la realización de los contratos de prácticas y aprendizaje, traspasándose así otra de las líneas rojas relativa a la protección de los jóvenes.
A la vista de tales datos, causa repulsión que el Gobierno aluda en la Exposición de Motivos “a una segunda generación de reformas estructurales” supuestamente necesarias para “crear empleo”. La promoción de la temporalidad entre la juventud cuando el resto de trabajadores tenían todavía una fuerte protección frente al despido fueron perniciosas en términos de segmentación del mercado de trabajo. Pero, al menos, existía un importante colchón familiar sustentado por esos trabajadores relativamente protegidos por la legislación laboral. Hoy ese colchón ha desaparecido. La reforma laboral de 2012 precarizó el conjunto de la contratación laboral, facilitando y abaratando el despido y reduciendo salarios ya de facto en involución. En esta ocasión, la promoción de la temporalidad como única salida para nuestros jóvenes no contará con el sustento de las familias, llevadas al límite de su resistencia. El ensañamiento del Gobierno con este sector social sólo puede provocar más crispación entre la juventud y más desconfianza hacia un sistema político que se revela crecientemente incapaz de resolver los problemas que aquejan nuestro país.