Normalmente, en la senda de expansión del neoliberalismo, los políticos son los corruptos, y el capital (léase grandes empresas y grandes fortunas) es el corruptor. Y ello porque se crea una trama corrupta de poder e influencias en ambos sentidos, pero donde el objetivo fundamental es hacer más grande y poderoso al sector privado, y hacer más débil y pequeño al sector público. Por esto, la inmensa mayoría de procesos de corrupción que se desencadenan en las actuales sociedades responden a este esquema general.
Este esquema general de la corrupción, que es bastante amplio pero que luego intentaremos resumir, comienza plasmándose en determinados casos aislados, pero pronto se convierte, llevado por la propia inercia de la dinámica neoliberal, en un modo de vida y de gobernanza, es decir, en una práctica generalizada y en una actividad duradera que refleja una manera estructural de entender las relaciones e interrelaciones del sector público con el privado, así como el papel del propio Estado y sus instituciones. En los peores y más dramáticos casos, como le ha ocurrido al Partido Popular durante las últimas décadas, las formaciones políticas se van convirtiendo en auténticas organizaciones constituidas para delinquir, por lo cual no es que sus líderes implicados debieran ser encarcelados (que también), sino que todo el partido, toda esa putrefacta organización política, absolutamente servil al poder económico, debería ser ilegalizada cuanto antes, por motivos de salud democrática. Pero no nos olvidemos de lo fundamental: el corruptor es el gran capital.
Durante los últimos años, hemos comprobado hasta qué punto la inicial crisis económica se ha transformado en realidad en una crisis política del régimen, donde se ha revelado de forma clara esta perversa complicidad entre las élites financieras y empresariales con los partidos de corte neoliberal, y la corrupción que abarca a todos los ámbitos del Estado (central, autonómico y local) y sus instituciones, corrupción que es consustancial, inherente a la propia existencia del capitalismo, ya que el corruptor es el capital, algo que las corporaciones siempre están muy interesadas en ocultar, insistiendo en que es la clase política (el ámbito público) el único responsable de este execrable fenómeno. Pero una breve descripción de la anatomía de cualquier caso típico de corrupción, de los que se han destapado durante estos últimos años, nos sirve de perfecta ilustración para entender que esto no es así.
La corrupción es endémica porque es el propio capitalismo quien la genera. Aunque se pongan en marcha mecanismos de vigilancia y de control, la propia esencia del capitalismo quebrará estos mecanismos y engendrará otras vías de corrupción para poder seguir manifestándose, creciendo y evolucionando. El corruptor es el capital porque es quien manda, y el poder político obedece. El corruptor es el capital porque es quien está realmente interesado en los efectos y consecuencias de esa corrupción, aunque eso también implique aumento del patrimonio y de la riqueza personal de los políticos corruptos. El corruptor es el capital porque es quien organiza y diseña los propios mecanismos para corromper, es decir, para viciar, prostituir o desvirtuar las funciones sociales del ámbito público. El corruptor es el capital porque es el último beneficiario y destinatario de las ventajas y privilegios que la corrupción les genera.
Existe corrupción de muchos tipos y de variada etiología, pero atendiendo a la anatomía de cualquier caso de corrupción típico de los que han saltado a la palestra en los últimos años, el proceso podría resumirse, en sus diversas variantes, de la siguiente forma: existe una empresa pública que se desea privatizar (lo cual se consigue mediante las puertas giratorias y por medio de mordidas acordadas con los cargos públicos o representantes políticos), o existen determinadas concesiones públicas que se desean gestionar (lo cual se consigue mediante «donaciones» y financiación ilegal a un determinado partido y a sus dirigentes), o existe un proceso de liberalización de suelo público que se desea emprender (lo cual se consigue mediante la concesión de las licencias de construcción y explotación a cambio de mordidas a los cargos públicos), o existe un determinado servicio público que se desea «externalizar» (lo cual se consigue mediante las puertas giratorias y las comisiones ilegales a las empresas que opten a la privatización), y todo ello, se adereza con buenas dosis de amiguismo e impunidad judicial, así como con algunas otras dosis de blanqueo de capitales, sobornos, manipulaciones de la legalidad vigente que favorecen a tal o cual empresa, etc.
Repasen los lectores y lectoras la esencia de los cientos de casos de corrupción destapados últimamente, y comprobarán como prácticamente todos ellos responden a variantes concretas de lo que hemos explicado. Si a todo ello le unimos información privilegiada y la acción de los voceros mediáticos de turno, tenemos ya todo el contexto social y político favorable al caso de corrupción en cuestión. Y de nuevo, volvemos al punto inicial, porque cuando nos preguntamos: ¿Cuál es el nexo de unión entre todos ellos? Podríamos responder: el enriquecimiento ilícito de los políticos. Correcto. Pero existe otro mejor: el corruptor es el capital.
Insistimos en dicha idea: la cleptocracia que sufrimos (gobierno de los ladrones) es la que permite que la corrupción tenga lugar, pero para que ésta exista, tiene que haber un agente corruptor principal, aquél que convence a los políticos, gobernantes o cargos públicos de que eso es lo «mejor» que se puede hacer, aquél al que le interesa sobremanera las consecuencias finales de estos procesos, y éste no es otro que el capital. Ramón Alonso nos explica en este artículo para el medio digital LoQueSomos lo siguiente al respecto: «¿Cómo funciona un poder basado en el latrocinio? Un sistema político de estas características tiene como objetivo el apoderarse al máximo de lo ajeno o de lo público en el mínimo tiempo posible, mediante cualquier medio, generalmente ilegítimo, para el beneficio exclusivo de los que lo controlan o de sus familiares o aliados. Sus formas de actuación son: brutal explotación laboral de los grupos sociales más pobres, campesinos, inmigrantes, personas en dificultades. Apropiación indebida de bienes públicos o privados, áreas de protección ecológica, propiedades no registradas, o inclusive, quedarse con las ayudas humanitarias contra las crisis o el subdesarrollo». Bajo la influencia del poder económico, el Estado va desarrollando procesos de prevaricación sistemática, clientelismo y especulación fomentada por las propias Administraciones Públicas, todo ello de forma velada y subliminal, opaca y oculta, creando un velo de corrupción y de falta de transparencia que se va extendiendo como la pólvora. Se va instalando incluso una cultura social y un imaginario colectivo que legitima y disculpa estas prácticas corruptas, hasta llegar a normalizarlas.
Nuestro país está actualmente inmerso en esta fase, como consecuencia de tantos años de gobierno de formaciones políticas que han alabado las tesis y los dogmas neoliberales, donde la corrupción (no olvidemos que el corruptor es el capital) es consustancial, sistemática y estructural al sistema.
No son por tanto determinados «casos aislados», sino toda una forma y unas actitudes de gobernar, enmarcados bajo un conjunto de objetivos que el capital (las grandes empresas fundamentalmente) proyecta, y al que las Administraciones Públicas y sus representantes obedecen. Y es cierto que muchos de los cargos políticos han obtenido beneficios ilícitos lucrándose desde su posición pública, bien directamente mediante cobros irregulares, bien mediante comisiones por amañar contratos o tomar decisiones de legalidad muy discutible a cambio de ganancias ilegítimas. Pero no debemos perder el norte: ellos son los corruptos, pero el capital es el corruptor. La corrupción es el pegamento que permite que estos procesos se den, es la maquinaria que hace funcionar al sistema, pero si no hubiese un agente interesado en dicha maquinaria, la corrupción no existiría. No basta sólo con que exista un político que asegure estar en política «para forrarse», es imprescindible que existan también empresas interesadas en los ámbitos de decisión (la construcción de un colegio privado, por ejemplo) que dichos políticos pueden tomar. El político se lucra, y el capital consigue su objetivo. Es una ecuación absolutamente simple. Y cuando todo ello genera un clima social de crispación, protestas y manifestaciones ante tamaño saqueo y expolio de lo público, entonces la corrupción, que no tiene límites ni se detiene ante nada, planifica nuevas vueltas de tuerca al sistema, que a este nivel se manifiestan en leyes antisociales que criminalizan la protesta legítima de la ciudadanía, y elevan la represión dando más poderes a las Fuerzas de Seguridad del Estado, o influyendo en las propias capacidades del Poder Judicial. El corruptor es el capital, porque desgraciadamente, es el poder fáctico y real que nos gobierna.
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