Se podría pensar al describir el anarquismo como una teoría de organización que estoy postulando una paradoja deliberada: anarquía podría usted considerar que es, por definición, el opuesto a la organización. En realidad, sin embargo, anarquía significa ausencia de gobierno, ausencia de autoridad. ¿Puede haber organización social sin autoridad, sin gobierno? Los anarquistas afirman que puede haber, y afirman además que es deseable que haya. Afirman que, en la base de nuestros problemas sociales está el principio del gobierno. Son, después de todo, los gobiernos los que se preparan para la guerra y libran la guerra, aunque estés obligado a luchar en ella y pagar por ella; las bombas de las que hay que preocuparse no son las bombas que los caricaturistas atribuyen a los anarquistas, sino las bombas que los gobiernos han perfeccionado, a tus expensas. Son, después de todo, los gobiernos los que hacen y fuerzan las leyes que permiten a «los que tienen» retener el control sobre los bienes sociales en vez de compartirlos con «los que no tienen». Es, después de todo, el principio de autoridad lo que asegura que las personas trabajen para alguien más por la mayor parte de sus vidas, no porque lo disfruten o porque tengan algún control sobre su trabajo, sino porque lo ven como el único medio que tienen para sustentarse. Dije que son los gobiernos los que libran las guerras y se preparan para las guerras, pero obviamente no son sólo los gobiernos —el poder de un gobierno, incluso la más absoluta dictadura, depende del consentimiento tácito de los gobernados. ¿Por qué las personas consienten ser gobernadas? No es sólo por miedo: ¿qué tienen que temer millones de personas de parte de un pequeño grupo de políticos? Es porque suscriben a los mismos valores que sus gobernantes. Dominadores y dominados por igual creen en el principio de autoridad, de la jerarquía, del poder. Estas son las características del principio político. Los anarquistas, que siempre han distinguido entre el Estado y la sociedad, adhieren al principio social, que puede verse donde sea que las personas se reúnan en una asociación basada en una necesidad común o un interés común. «El Estado»- dijo el anarquista alemán Gustav Landauer, «no es algo que pueda ser destruido por una revolución, sino que es una condición, una cierta relación entre seres humanos, un modo de conducta humana; lo destruimos al contraer otras relaciones, al conducirnos distinto». Cualquiera puede ver que hay al menos dos tipos de organización. Hay un tipo que te es forzado, el tipo que opera desde arriba, y hay un tipo que opera desde abajo, que no puede forzarte a hacer nada, y al que eres libre de unirte o libre de dejar a su suerte. Podríamos decir que los anarquistas son personas que quieren transformar todos los tipos de organización humana en el tipo de asociación puramente voluntaria donde las personas puedan salirse y comenzar uno propio si no les parece. Yo una vez, reseñando aquel frívolo, pero útil librito Parkinson’s Law [La ley de Parkinson], intenté enunciar cuatro principios para una teoría anarquista de la organización que han de ser: 1. voluntarias, 2. funcionales, 3. temporales, y 4. pequeñas. Han de ser voluntarias por razones obvias. No tiene sentido abogar por la libertad y la responsabilidad individual si vamos a abogar por organizaciones para las que la membresía sea mandatoria. Han de ser funcionales y temporales precisamente porque la permanencia es uno de los factores que endurecen las arterias de una organización, dándole un interés creado en su propia supervivencia, en servir a los intereses de sus funcionarios en vez de a su función. Han de ser pequeñas precisamente porque en grupos pequeños de cara-a-cara las tendencias burocratizantes y jerárquicas inherentes en las organizaciones tienen menos oportunidad de desarrollarse. Pero es de este último punto que surgen nuestras dificultades. Si damos por sentado que un pequeño grupo puede funcionar anárquicamente, aún nos enfrentamos al problema de todas esas funciones sociales para las que la organización es necesaria, pero que la requieren a mucho mayor escala. «Bueno», podríamos responder, como algunos anarquistas lo hacen, «si grandes organizaciones son necesarias, no nos cuenten. Nos las arreglaremos tan bien como podamos sin ellas. Podemos decir esto y todo bien, pero si estamos propagando el anarquismo como filosofía social debemos tomar en cuenta, y no evadir, las realidades sociales. Mejor decir: «Encontremos maneras en las que las funciones a gran escala puedan ser divididas en funciones capaces de ser organizadas por pequeños grupos funcionales y luego vinculamos estos grupos de manera federal». Los pensadores anarquistas clásicos, vislumbrando la organización futura de la sociedad, pensaron en términos de dos tipos de institución social: como unidad territorial, la comuna, una palabra de origen francés que se podría considerar equivalente a la palabra distrito o la palabra rusa soviet en su significado original, pero que además tiene matices de las antiguas instituciones aldeanas para el cultivo en común de la tierra; y el sindicato, otra palabra de origen francés, o consejo obrero, como la unidad de organización industrial. Ambos fueron vislumbrados como unidades locales pequeñas que se federarían unas con otras para los asuntos mayores de la vida reteniendo su propia autonomía, una federándose territorialmente y la otra industrialmente. Lo más cercano en la experiencia política ordinaria al principio federativo propuesto por Proudhon y Kropotkin sería el sistema federal suizo, y no el norteamericano. Y sin desear cantar alabanzas por el sistema político suizo, podemos ver que los 22 cantones independientes de Suiza son una federación exitosa. Es una federación de unidades semejantes, de pequeñas células, y los límites cantonales cortan los límites lingüísticos y étnicos de modo que, al contrario que en las diversas federaciones no exitosas, la confederación no está dominada por una o unas cuantas unidades poderosas. Pues el problema de la federación, como señala Leopold Kohr en The Breakdown of Nations [El desglose de las naciones], es el de la división, no el de la unión. Herbert Luethy escribe del sistema político de su país: «Cada domingo, los habitantes de varias comunas van a las cabinas de votación para elegir a sus sirvientes civiles, ratificar tal y tal asunto de gasto, o decidir si se ha de construir un camino o una escuela; luego de resolver el asunto de la comuna, lidian con las elecciones cantonales y votan sobre asuntos cantonales; por último… vienen las decisiones sobre asuntos federales. En algunos cantones, el pueblo soberano aún se reúne al estilo Rousseau para discutir cuestiones de interés común. Podría pensarse que esta forma antigua de asamblea no es más que una tradición devota con cierto valor de atractivo turístico. De ser así, vale la pena ver los resultados de la democracia local. El ejemplo más simple es el sistema ferroviario suizo, la red más densa en el mundo. Con gran costo y grandes problemas, ha sido hecho para servir a las necesidades de las localidades más pequeñas y los valles más remotos, no como propuesta pagada sino porque tal fue la voluntad de las personas. Es el resultado de fieras luchas políticas. En el siglo diecinueve, el «movimiento democrático ferroviario» llevó a las pequeñas comunidades suizas a conflicto con las grandes ciudades, las que tenían planes de centralización… Y si comparamos el sistema suizo con el francés que, con admirable regularidad geométrica, está totalmente centrado en París de modo que la prosperidad o el declive, la vida o muerte de regiones enteras ha dependido en la cualidad del vínculo con la capital, vemos la diferencia entre un Estado centralizado y una alianza federal. El mapa ferroviario es la más fácil de leer de un vistazo, pero superpongamos ahora en él otra actividad económica y el movimiento de la población. La distribución de la actividad industrial en toda Suiza, incluso en las áreas periféricas, da cuenta de la fortaleza y estabilidad de la estructura social del país y evitó las horribles concentraciones de la industria del siglo diecinueve, con sus tugurios y un proletariado desarraigado». Cito todo esto, como dije, no para alabar a la democracia suiza, sino para indicar que el principio federal que está en el corazón de la teoría social anarquista, merece mucha más atención de la que se le da en los textos de ciencia política. Aún en el contexto de las instituciones políticas ordinarias su adopción tiene un efecto de largo alcance. Otra teoría anarquista de la organización es lo que podríamos llamar la teoría del orden espontáneo: que dada una necesidad común, un colectivo de personas, por ensayo y error, por improvisación y experimentación, evolucionará al orden desde el caos — siendo este orden más durable y más cercanamente relacionado a sus necesidades que cualquier tipo de orden externamente impuesta. Kropotkin derivó su teoría de las observaciones de la historia de la sociedad humana y de la biología social que condujo a su libro El Apoyo Mutuo, y se ha observado en la mayoría de las situaciones revolucionarias, en las organizaciones ad hoc que surgen tras catástrofes naturales, o en cualquier actividad donde no haya formas organizativas o autoridad jerárquica en existencia. A esta idea se le dio el nombre de Control Social en el libro del mismo título de Edward Allsworth Ross, quien cita instancias de sociedades «límite» donde, a través de medidas no organizadas o informales, se mantiene efectivamente el orden sin beneficio de una autoridad constituida: «La simpatía, la sociabilidad, el sentido de justicia y rencor son competentes, bajo circunstancias favorables, para elaborar por sí mismos un orden verdadero, natural, es decir, un orden sin diseño ni arte». Un ejemplo interesante de la elaboración de esta teoría fue el Pioneer Health Centre [Centro de Salud Pionero] en Peckham, Londres, iniciado en la década anterior a la guerra por un grupo de médicos y biólogos que querían estudiar la naturaleza de la salud y la conducta saludable en vez de estudiar la enfermedad como el resto. Decidieron que el modo de hacer esto era comenzando un club social cuyos miembros se unieran en familia y pudiesen usar una variedad de servicios incluyendo una piscina, teatro, enfermería y cafetería, a cambio de una suscripción familiar y aceptar exámenes médicos periódicos. Se ofrecía consejo, pero no tratamiento. Para poder extraer conclusiones válidas los biólogos de Peckham pensaron que era necesario que pudiesen observar a seres humanos que fuesen libres —libres de actuar como quisieran y de dar expresión a sus deseos. Así que no había reglas ni líderes. «Yo era la única persona con autoridad», decía el Dr. Scott Williamson, el fundador, «y la usaba para no dejar que nadie ejerciera autoridad alguna». Por los primeros ocho meses hubo caos. «Con las primeras familias miembro», dice un observador, «llegó una horda de niños indisciplinados que usaron todo el edificio como hubiesen usado una gran calle de Londres. Gritando y corriendo como vándalos por todas las habitaciones, rompiendo el equipamiento y el amueblado», hicieron intolerable la vida a todos. Scott Williamson, sin embargo, «insistió en que la paz habría de restaurarse sólo con la respuesta de los niños a la variedad de estímulos que se ponía en sus caminos», y «en menos de un año el caos se redujo a un orden en el que grupos de niños podían verse a diario nadando, montando patinetas, andando en bicicletas, usando el gimnasio o jugando a algún juego, ocasionalmente leyendo un libro en la biblioteca… correr y gritar fueron cosas del pasado». Ejemplos más dramáticos del mismo tipo de fenómeno son reportados por aquellas personas que han sido lo suficientemente valientes, o lo suficientemente seguros de instituir comunidades autogobernadas y sin castigos de delincuentes o de niños inadaptados: August Aichhorn y Homer Lane son ejemplos. Aichhorn operó aquella famosa institución en Viena, descrita en su libro Wayward Youth [Juventud Obstinada]. Homer Lane fue quien, tras experimentos en Norteamérica comenzó en Gran Bretaña una comunidad de delincuentes juveniles, niños y niñas, llamado The Little Commonwealth. Lane solía declarar que «la libertad no puede ser dada. Es tomada por el niño en el descubrimiento y la invención». Fiel a este principio, destaca Howard Jones, «se rehusó a imponer a los niños un sistema de gobierno copiado de las instituciones del mundo adulto. La estructura autogobernante del Little Commonwealth evolucionó de parte de los mismos niños, lenta y dolorosamente para satisfacer sus propias necesidades». Los anarquistas creen en grupos sin líder, y si esta frase te es familiar es por la paradoja de que lo que se conoció como técnica del grupo sin líder fue adoptado en los ejércitos de Gran Bretaña y Norteamérica durante la guerra —como un modo de seleccionar líderes. Los psiquiatras militares aprendieron que los rasgos de líder o seguidor no son exhibidos en aislamiento. Son, como uno de ellos escribió, «relativos a una situación social específica; el liderazgo variaba de situación en situación y de grupo en grupo». O como lo señaló el anarquista Mijaíl Bakunin hace cien años, “Yo recibo y doy; así es la vida humana. Cada cual dirige y es dirigido a su vez. Por lo tanto no hay autoridad fija y constante, sino un continuo intercambio de autoridad y subordinación mutua, temporal, y, sobre todo, voluntaria». Este punto sobre el liderazgo fue bien expresado en el libro de John Comerford, Health the Unknown, sobre el experimento de Peckham: «Acostumbrada como lo está esta Era al liderazgo artificial… es difícil para ella comprender la verdad de que los líderes no requieren ningún entrenamiento o señalamiento, sino emerger espontáneamente cuando las condiciones les requieren. Estudiando a sus miembros en el libre-para-todos del Centro Peckham, los científicos observadores vieron una y otra vez cómo un miembro se volvía instintivamente, y era instintivamente y no oficialmente reconocido como, líder para satisfacer las necesidades de un momento particular. Tales líderes aparecían y desaparecían a medida que el flujo del Centro lo requería. Porque que no eran señalados conscientemente, y tampoco (cuando ya habían cumplido su propósito) eran conscientemente derrocados. Tampoco había ninguna gratitud particular demostrada por los miembros al líder ya sea en el momento de sus servicios o después por los servicios prestados. Seguían su guía por tanto era de utilidad y querían. Se dispersaban de su lado sin remordimientos cuando alguna ampliación de experiencia les atraía hacia alguna nueva aventura, lo que a su vez deponía a su líder espontáneo, o cuando su confianza en sí mismo era tal que cualquier forma de liderazgo forzado hubiese sido un limitación para ellos. A una sociedad, por lo tanto, si se le deja en circunstancias aptas expresarse espontáneamente elabora su propia salvación y alcanza una armonía de acción que el liderazgo impuesto no puede emular». No se engañen con la dulce razonabilidad de todo esto. Este concepto anarquista de liderazgo es bastante revolucionario en sus implicaiones, como puedes ver si miras a tu alrededor, pues ves en todas partes en operación el concepto opuesto: el de liderazgo jerárquico, autoritario, privilegiado y permanente. Hay muy pocos estudios comparativos disponibles sobre los efectos de estas dos aproximaciones opuestas a la organización del trabajo. Dos de ellas mencionaré más adelante; otra, sobre la organización de oficinas de arquitectos fue producida en 1962 para el Institute of British Architects bajo el título de The Architect and His Office [El arquitecto y su oficina]. El equipo que preparó este reporte encontró dos aproximaciones distintas al proceso de diseño, que dieron paso a distintos modos de trabajar y métodos de organización. A uno le categorizaron como centralizado, que se caracterizaba por formas autocráticas de control, y a la otra la llamaron dispersa, que promovía lo que denominaron «una atmósfera informal de ideas en libre flujo». Este es un tema muy vivo entre los arquitectos. El Sr. W. D. Pile, quien en una capacidad oficial ayudó a promover el saliente éxito de la arquitectura británica de la posguerra, el programa de construcción de escuelas, especifica entre las cosas que busca en un miembro del equipo de construcción que: «Debe tener una creencia en lo que llamo organización no-jerárquica del trabajo. El trabajo debe ser organizado no en base el sistema de la estrella, sino en base al sistema del repertorio. El líder del equipo puede con frecuencia ser menor a un miembro del equipo. Eso sólo se aceptará si es comúnmente aceptado que la primacía yace en la mejor idea y no en la persona con más edad». Y uno de nuestros más grandes arquitectos, Walter Gropius, proclama lo que llama la técnica de «colaboración entre personas, que liberará los instintos creativos del individuo en vez de asfixiarlos. La esencia de tal técnica debe ser enfatizar la libertad individual de iniciativa, en vez de la dirección autoritaria de un jefe… sincronizar el esfuerzo individual mediante un continuo dar y tomar de parte de sus miembros…». Esto nos lleva a otra piedra angular de la teoría anarquista, la idea del control obrero de la industria. Muchas personas piensan que el control obrero es una idea atractiva, pero que es incapaz de realizarse (y en consecuencia no vale la pena luchar por ella) debido a la escala y complejidad de la industria moderna. ¿Cómo podemos convencerles de lo contrario? Aparte de señalar cómo el cambio de fuentes de fuerza motriz vuelve obsoleta la concentración geográfica de la industria, y cómo cambiar los métodos de producción vuelve innecesaria la concentración de grandes cantidades de personas, tal vez el mejor método para persuadir a las personas de que el control obrero es una propuesta factible en la industria de gran escala es señalando ejemplos exitosos de lo que los socialistas gremiales llamaron «la usurpación del control». Son parciales y limitado en efecto, como están destinados a serlo, puesto que operan dentro de la estructura industrial convencional, pero sí indican que los trabajadores tienen capacidad organizativa en el área de producción, que la mayoría de las personas niegan que poseen. Permítanme ilustrar esto con dos instancias recientes en la industria moderna a gran escala. La primera, el sistema grupal [gang system] utilizado en Coventry, fue descrito por un profesor norteamericano de ingeniería industrial y administración, Seymour Melman, en su libro Decision-Making and Productivity [La toma de decisiones y la productividad]. Buscó, mediante una comparación detallada de la manufactura de un producto similar, el tractor Ferguson, en Detroit y en Coventry, Inglaterra, «demostrar que hay alternativas realistas al mando gerencial sobre la producción». Su relato de la operación del sistema grupal fue confirmado por un trabajador ingenieril de Coventry, Red Wright, en dos artículos en Anarchy. De la fábrica de tractores Standard en el período hasta 1956 cuando fue vendida, Melman escribe: «En esta empresa mostraremos que a la vez: miles de trabajadores operaron virtualmente sin supervisión como es entendida convencionalmente, y a alta productividad; se pagó el más alto salario en la industria británica; se produjeron productos de alta calidad a precios aceptables en plantas extensivamente mecanizadas; la administración condujo sus asuntos a costos inusualmente bajos; además, los trabajadores organizados tuvieron un rol sustancial en la toma de decisiones de la producción». Desde el punto de vista de los trabajadores de la producción, «el sistema grupal lleva a seguirle la pista a los bienes en vez de seguirle la pista a las personas». Melman contrasta la “competencia predatoria” que caracteriza al sistema de toma de decisiones gerencial con el sistema de toma de decisiones de los trabajadores en el que «el rasgo más característico del proceso de formular decisiones es el de lo mutual en la toma de decisiones residiendo la autoridad final en las manos de los trabajadores agrupados mismos». El sistema grupal como lo describió es muy parecido al sistema de contrato colectivo defendido por G. D. H. Cole, quien señaló que «el efecto sería vincular a los miembros de un grupo de trabajo en una iniciativa común bajo sus auspicios y control, y emanciparles de una disciplina impuesta externamente respecto a su método de realización del trabajo». Mi segundo ejemplo nuevamente deriva de un estudio comparativo de dos métodos distintos de organización del trabajo, hecho por el Tavistock Institute a fines de la década de 1950, reportado en Organisational Choice [Elección organizativa] de E. L. Trist, y en Autonomous Group Functioning [Funcionamiento grupal autónomo] de P. Herbst. Su importancia puede verse en las palabras de apertura del primero de éstos: «Este estudio concierne a un grupo de mineros que se unieron para evolucionar un nuevo modo de trabajar juntos, planificando el tipo de cambio que querían aprobar, y probándolo en la práctica. El nuevo tipo de organización del trabajo que ha llegado a conocerse en la industria como trabajo compuesto, ha emergido en años recientes espontáneamente en un número de minas distintas en el campo del carbón del noroeste de Durham. Sus raíces retroceden a una tradición anterior que había sido casi completamente desplazada en el curso del último siglo por la introducción de técnicas de trabajo basadas en la segmentación de tareas, estatus y pago diferencial, y control jerárquico extrínseco». El otro reporte señala cómo el estudio demostró «la habilidad de grupos primarios de trabajo bastante grandes, de 40–50 miembros de actuar como organismos sociales autoregulados, de autodesarrollo capaces de mantenerse en un estado estable de alta productividad». Los autores describen el sistema de un modo que muestra su relación con el pensamiento anarquista: «La organización del trabajo compuesto podría ser descrita como aquella en la que el grupo asume completa responsabilidad del ciclo total de operaciones involucradas en la minería del carbón. Ningún miembro del grupo tiene un rol fijo de trabajo. En vez, los hombres se despliegan, dependiendo de los requerimientos de la labor grupal en curso. Dentro de los límites de los requerimientos tecnológicos y de seguridad son libres de evolucionar su propio modo de organizar y llevar a cabo su labor. No están sujetos a ninguna autoridad externa en este respecto, y tampoco hay dentro del grupo mismo ningún miembro que tome una función formal de liderazgo directivo. Mientras que en el trabajo convencional de tajo largo la labor de extracción del carbón se divide en cuatro u ocho roles de trabajo separados, llevado a cabo por distintos equipos, cada cual pagado distinto, en el grupo compuesto a los miembros no se les paga directamente por ninguna de las labores realizadas. El acuerdo salarial total está basado, en vez, en el precio negociado por tonelada de carbón producido por el equipo. El ingreso obtenido se divide igualitariamente entre los miembros del equipo». Las obras que he estado citando fueron escritas por especialistas en productividad y organización industrial, pero sus lecciones son claras para personas interesadas en la idea del control obrero. Enfrentados a la objeción de que puede mostrarse que los grupos autónomos pueden organizarse solos a gran escala y para tareas complejas, no se ha demostrado que pueda coordinarse exitosamente, recurrimos nuevamente al principio federativo. No hay nada de extravagante en la idea de que grandes cantidades de unidades industriales autónomas puedan federarse y coordinar sus actividades. Si viajas por Europa pasas por las líneas de una docena de sistemas ferroviarios —capitalistas y comunistas— coordinados por acuerdos tomados libremente entre las diversas empresas, sin autoridad central. Puedes enviar una carta a cualquier parte del mundo, pero no hay autoridad postal mundial; representantes de distintas autoridades postales simplemente tienen un congreso cada cinco años o más. Hay tendencias, observables en estos experimentos ocasionales en la organización industrial, en nuevas aproximaciones a problemas de delincuencia y adicción, en educación y organización de la comunidad, y en la «desinstitucionalización» de hospitales, asilos, hogares de niños y demás, que tienen mucho en común unos con otros, y que van contra las ideas generalmente aceptadas sobre organización, autoridad y gobierno. La teoría cibernética con su énfasis en sistemas autoorganizados, y la especulación sobre los últimos efectos sociales de la automatización, van en una dirección revolucionaria similar. George y Louise Crowley, por ejemplo, en sus comentarios sobre el reporte del Ad Hoc Committee on the Triple Revolution, (Monthly Review, Nov. 1964) destacan que, «encontramos no menos razonable postular una sociedad en función sin autoridad que postular un universo organizado sin un dios. Por ende la palabra anarquía no está para nosotros cargada de connotaciones de desorden, caos, o confusión. Para los seres humanos benevolentes, vivir en condiciones no-competitivas libres del trabajo agotador y de abundancia universal, la anarquía es simplemente la condición apropiada de la sociedad». En Gran Bretaña, el profesor Richard Titmuss remarca que las ideas sociales podrían muy bien ser tan importantes en el próximo medio siglo como la innovación técnica. Yo creo que las ideas sociales del anarquismo: grupos autónomos, orden espontáneo, control obrero, el principio federativo, llevan a una teoría coherente de organización social que es una alternativa válida y realista a la filosofía social autoritaria, jerárquica e institucional que vemos en aplicación en todo nuestro entorno. El ser humano se verá compelido, declaró Kropotkin, «a hallar nuevas formas de organización para las funciones sociales que cumple el Estado a través de la burocracia» e insistió en que «mientras esto no se haga, nada se hará». Creo que hemos descubierto cómo habrán de ser estas nuevas formas de organización. Ahora tenemos que formar oportunidades para ponerlas en práctica. Colin Ward Patterns of Anarchy, Nueva York, 1966. |
Mira també: http://acracia.org/el-anarquismo-como-teoria-de-organizacion/ https://mirror.anarhija.net/es.theanarchistlibrary.org/mirror/c/cw/colin-ward-anarquismo-como-teoria-de-organizacion.c109.pdf |